La casa en Amalfi by Elizabeth Adler

La casa en Amalfi by Elizabeth Adler

autor:Elizabeth Adler [Adler, Elizabeth]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Romántico
editor: ePubLibre
publicado: 2005-04-23T04:00:00+00:00


Capítulo 36

Lamour.

Elegí con cuidado la ropa para mi cita de negocios con Lorenzo Pirata, y digo «de negocios», porque, definitivamente, de eso se trataba. Era claro que no me había invitado solo por mis encantos. Este capitán Pirata circulaba en ambientes mucho más importantes que los de sus antepasados, y estaba, sin duda, fuera de mis posibilidades sociales.

Me decidí por una falda comprada junto a Jammy, en Roma. En realidad, me había gustado más el color, un precioso tono de verde manzana, que la falda en sí, pues, por lo general, prefería usar pantalones. Además, me puse una camiseta del mismo tono y las sandalias compradas en Amalfi. Cepillé mis rebeldes cabellos hacia atrás y me los peiné en un moño apretado, porque se veía más formal y adecuado para una reunión de negocios; me puse unos pendientes de oro y un poco de perfume con aroma a madreselvas. Ya me había maquillado, muy poco, como de costumbre: apenas un poco de color en las mejillas, lápiz de labios y rímel. Luego, por un momento, me detuve a pensar por qué me tomaba tanto trabajo por un hombre a quien era obvio que ni siquiera le caía bien. Estaba ya casi afuera de la casa cuando recordé la pulsera de Nico; regresé y me la puse. Después de todo, Lorenzo Pirata no sabía que era un regalo de su hijo.

Mifune me esperaba en la terraza para acompañarme hasta el castello. Mientras adecuaba mis largos pasos a la lentitud de los suyos, le dije que tenía muchos deseos de ver sus jardines otra vez.

—Siento mucho no haberte llevado a verlos antes, cara, pero no son míos y no podía invitarte sin permiso.

—Mifune, ¿me estás diciendo que te prohibieron que me llevaras a ver tus bellos jardines? —pregunté, asombrada.

—No es que me lo hayan prohibido, Lamour; en verdad, me sugirieron que tal vez no fuera apropiado.

Su respuesta me sonó como un típico eufemismo de Lorenzo Pirata para lo que en verdad pretendía, prohibir todo lo que tuviera que ver con mi persona. Furiosa, caminé por el sendero de cedros, a través del pequeño olivar que le proporcionaba a la familia aceite de oliva de primera calidad, y que también se vendía en las tiendas de Londres y Roma. Nos detuvimos unos segundos para admirar el puente de madera arqueado sobre la laguna de las carpas, y los peces de color anaranjado saltaron hacia nosotros en busca de alimento. Recordaba muy bien esos jardines, tanto que podía dibujarlos sin verlos, pero no podía detenerme, porque mi visita no era de placer, así que caminamos con más rapidez por el sendero de grava. Había un helicóptero estacionado debajo de la casa, y pensé lo ricos que debían de ser los Pirata para comprar algo así. Mifune me dejó al pie de los anchos peldaños de piedra.

—No te tomes con demasiada seriedad lo que se diga hoy —me aconsejó, con suavidad—. Nada es lo que parece.

Con ese críptico comentario, se alejó. Me pregunté, inquieta, qué había querido decirme exactamente.



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